Un medio día de sábado, una vez terminada mi jornada de clases del día, me movilizaba junto a un gran amigo en transporte público. En medio de nuestras discusiones cotidianas —en especial, política—, afirmó que las personas de centro, por regla general, no tienen criterio. Sin tartamudeo le señalé que me considero una persona de centro y, quizá —al menos en mi plano personal—, paso a creer que tengo criterio —nótese el tono satírico—. Sin embargo, aislando el contexto de la conversación, la frase puede percibirse como un juicio sumario o como cancelación anticipada de una postura. Pero lo que inquietó no fue su aparente radicalidad, sino su cierre: sugiere que el juicio político solo puede ser legítimo si se inscribe en el eje izquierda-derecha, como si todo lo que escapa a esa dicotomía fuera tibieza, evasión o complicidad.
Así, lo político —en su sentido más pleno: deliberación, antagonismo, disenso— se reduce a alineamiento. Aquí me surgió una pregunta: ¿Puede el centro ser algo más que el residuo de lo que no se atreve a decidir?
Esa forma legítima de percibir el centro motivó la escritura de esta entrada de hoy con el propósito de responder —o al menos intentarlo— esta pregunta.
Habitar el centro.
Responder estas preguntas exige, primero, desnaturalizar el eje izquierda-derecha. Como muestra Norberto Bobbio en «Derecha e izquierda»1, esta dicotomía es una convención histórica surgida en 1789, cuando los diputados se distribuían espacialmente en la Asamblea Nacional francesa. Quienes promovían la igualdad se sentaban a la izquierda, y quienes defendían la jerarquía y el orden, a la derecha. Desde entonces, esta axialidad ha funcionado como brújula ideológica, pero también como un dispositivo de simplificación. El mundo se divide en dos bloques, dos moralidades, dos visiones de futuro.
Sin embargo, en las sociedades contemporáneas —caracterizadas por su pluralismo, por la multiplicidad de conflictos que desbordan los clivajes clásicos— ese eje se vuelve insuficiente. Su vigencia parece más reflejo de un hábito cultural que de una cartografía analítica adecuada. La política ya no gira solo en torno al reparto económico, sino también a los derechos, los afectos, las memorias, los territorios. Y en ese escenario, el eje binario se muestra estrecho.
Esto no equivale a negar la relevancia de las categorías fuertes. La izquierda y la derecha expresan proyectos de sociedad y horizontes que siguen teniendo relevancia. Pero sí implica advertir que forzar toda postura política dentro de ese espectro puede volverse una forma de exclusión: lo que no cabe en el eje, se descalifica como «centro», y lo que es «centro» se desvaloriza.
Esta lógica ha producido, paradójicamente, un consenso dogmático contra el centro. Pero como sugiere Chantal Mouffe en «El retorno de lo político»2, lo esencial no es situarse en un punto del eje, sino repensar las formas de articulación del antagonismo. Jacques Rancière, por su parte, recuerda en «El desacuerdo»3 que lo político es lo que interrumpe el reparto de lo sensible, aquello que desafía los límites de lo decible. En esa clave, defender el centro no como punto medio, sino como ruptura con las simplificaciones binarias, no es despolitizar: es disputar el terreno mismo de lo que cuenta como político.
Esa defensa, sin embargo, no puede ser ingenua. Es necesario reconocer las razones que han hecho del centro un blanco legítimo de crítica. No hay que idealizarlo. En contextos como el colombiano, el «centrismo» ha sido con frecuencia un eufemismo del statu quo, una coartada tecnocrática para mantener estructuras excluyentes bajo la apariencia de neutralidad. Asimismo, en gobiernos latinoamericanos autodenominados «de centro» han gestionado desigualdades sin enfrentarlas, privilegiando consensos elitistas antes que reformas sustantivas. La crítica que la izquierda y la derecha hacen al centro como gestor frío de la moderación no carece de fundamento. Si el centro es solo administración sin transformación, su proyecto político es vacío. Si es solo pragmatismo electoral, pierde todo sentido político.
Por eso, propongo que para defender el centro exige distinguir entre un centrismo inercial —que se define por la evasión del conflicto— y una política del juicio, que se define por su resistencia al dogma. Como sugiere Hannah Arendt en «Entre el pasado y el futuro»4, pensar políticamente es pensar «sin barandillas», sin guías preestablecidas, asumiendo la intemperie del juicio. Este tipo de centrismo no es un punto fijo, sino una práctica: la disposición a evaluar cada conflicto desde sus tensiones concretas, no desde lealtades ideológicas prefiguradas o absolutizadas.
En este sentido, el centro no es tibieza, sino una dificultad consciente. No se trata de adoptar una tercera vía entre extremos, como si la política se jugara en una línea recta. Se trata de pensar desde una geometría distinta: una política que no niega el conflicto, sino que lo acoge sin ceder a la lógica tribal. Esta postura permite, por ejemplo, compartir con la izquierda su sensibilidad por la injusticia estructural, y con la derecha su preocupación por la estabilidad institucional, sin disolverse en ninguna. No es una síntesis, sino una tensión no resuelta, sostenida en el tiempo. Una incomodidad voluntaria.
Esa tensión es incómoda, y debe serlo. En tiempos de polarización, el centro se vuelve sospechoso porque desafía la identidad o los marcos morales más arraigados. No se enmarca fácilmente en la posición de amigo-enemigo que rige el debate público. Pero es precisamente ahí donde puede recuperar su dignidad política: no como neutralidad, sino como negativa a absolutizar el punto de vista propio.
Tampoco se trata de elevar el centro a una superioridad moral inexistente. La tentación del elitismo —pensar que solo quienes dudan o deliberan merecen hablar— es peligrosísima. La democracia no se agota en el juicio ilustrado, ni se funda solo en el discernimiento racional. También hay afectos, dolores, pasiones e identidades legítimas. La defensa del centro solo es viable si se reconoce como una entre varias formas posibles de compromiso político. No como la más pura, sino como una particularmente difícil: habitar la complejidad sin convertirla en pretexto para la indiferencia.
Entonces, el centro, en su mejor versión, no es un lugar, sino una forma de estar: una actitud crítica, no complaciente; una decisión de juicio, no de evasión; una práctica de ciudadanía que se atreve a pensar cada caso sin manual, sin trincheras. No es la renuncia a tener postura, sino la renuncia a que la postura se convierta en dogma.
Pensar, en política, sigue siendo atreverse a no pertenecer del todo.
Bobbio, N. (2014). Derecha e izquierda. Taurus.
Mouffe, C. (1999). El retorno de lo político: comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radica. Paidós Ibérica. Visible en: https://josemramon.com/wp-content/uploads/Chantal-Mouffe-El-Retorno-de-Lo-Politico.pdf
Pérez, G. (1996). Jacques Ranciére, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996, 176 páginas. Visible en: https://ridaa.unq.edu.ar/handle/20.500.11807/1443
Arendt, H., & Poljak, A. (1996). Entre el pasado y el futuro (pp. 269-301). Barcelona: Península.