La desintegración de la verdad.
Cómo la viralidad emocional ha sustituido al juicio racional en la esfera pública contemporánea, desarticulando la posibilidad misma de lo democrático.
Desde hace unas semanas, por medio de la recomendación de un gran amigo, me he perdido en las ideas de Byung-Chul Han. Esta semana, como lo acaecido en mi primera entrada de Substack, me devoré «Infocracia»1. Motivado por su comprensión de la sociedad de la información quise —al menos someramente, reconociendo la complejidad del asunto— ahondar en la verdad, en la crisis de la facticidad y, principalmente, en sus consecuencias democráticas.
En un inicio, debo afirmar que, en la era contemporánea, la verdad ha dejado de operar como criterio central de la vida pública para devenir una construcción emocional, inestable y afectiva. Este desplazamiento del valor epistémico de la verdad hacia su función performativa en la esfera digital —una transformación profunda en el tejido de lo político— es el núcleo del diagnóstico que Han presenta en el capítulo «La crisis de la verdad». En este contexto, no importa tanto si algo es verdadero como si resulta verosímil, viral o emocionalmente resonante. El fenómeno no es exclusivamente europeo —bajo escenarios como lo acaecido con AfD en Alemania— ni norteamericano —con la defensa acérrima de las políticas arancelarias de Trump o «Trump’s Tariffs»—. En Colombia, donde la institucionalidad democrática ha sufrido históricamente fracturas de confianza, la degradación del principio de verdad no solo se replica sino que se intensifica: la ciudadanía ya no demanda hechos verificables ni argumentos sólidos, sino narrativas que confirmen sus emociones. Este proceso erosiona la legitimidad del quehacer institucional y socava la posibilidad misma de un juicio público racional.
Han sugiere que hemos transitado desde una sociedad de la vigilancia —propia de la biopolítica foucaultiana— hacia una sociedad de la autoexplotación informacional, en la que los sujetos, saturados por un flujo ininterrumpido de datos, ya no razonan ni deliberan, sino que reaccionan impulsivamente. «La información circula ahora, completamente desconectada de la realidad, es un espacio hiperreal»2, señala. En este paisaje, lo real se atomiza, pierde densidad, y la verdad se vuelve un artefacto más entre otros: manipulable, efímero, prescindible. No hay represión de la verdad, sino indiferencia hacia ella.
Pareciese que, en Colombia, esta lógica se manifestara cruda e intensificadamente: las discusiones públicas sobre seguridad, conflicto armado, pobreza o corrupción se deslizan cada vez más hacia una lógica espectacular y sensacionalista. Las cifras, los estudios y los hechos ceden ante la retórica moralizante, los relatos victimistas o los discursos identitarios. Se produce así un desfonde del juicio: la política ya no se estructura en torno a la deliberación racional, sino a la afectación momentánea. Un ejemplo claro de esto se halla en la estrategia comunicacional del presidente Gustavo Petro en la red social X. Su uso reiterado de afirmaciones no verificadas o directamente falsas, como en el asunto del glifosato:
«Esto no es cierto. La política del gobierno es el pago por erradicación voluntaria de cultivos de hoja y su sustitución por productos agroindustriales qué generen prosperidad en las comunidades». @petrogustavo vía X.
Todo, mientras tanto, el Ministerio de Defensa y la Policía Nacional están promoviendo la aspersión terrestre con glifosato.
Esto no representa tanto un error factual como una práctica de gobierno por verosimilitud. No interesa si es cierto, sino si moviliza y reafirma sus valores identitarios. Esto constituye una forma paradigmática de posverdad.
Esta problemática fue tempranamente advertida por Hannah Arendt en «Entre el pasado y el futuro»3 en su séptimo ensayo denominado «Verdad y Política», cuando distingue entre la verdad racional y la fáctica. Esta última —la verdad de los hechos— es particularmente vulnerable en política, porque depende de un reconocimiento compartido por parte de una comunidad: «la política, por su propia lógica, tiende a ser hostil a la verdad». Esta frase, tan simple como demoledora, ilumina la tragedia democrática actual: sin un suelo común de hechos aceptados, la deliberación se vuelve imposible. No hay lucha entre verdad y mentira, hay lucha entre múltiples narrativas circulando sin posibilidad de ser jerarquizadas, lo que desemboca en una suerte de anarquía cognitiva. Arendt sabía que cuando se destruye el espacio común de sentido, se destruye también la posibilidad de acción política libre.
En la infocracia descrita por Han, el flujo ininterrumpido de información no produce esclarecimiento, sino entropía. Han afirma que:
«La verdad no es frecuente. En muchos sentidos se opone a la información. Elimina la contingencia y la ambivalencia. Elevada a la categoría de relato, proporciona sentido y orientación. La sociedad de la información, en cambio, está vacía de sentido».
Esta frase condensa el núcleo de su crítica: el problema no es la mentira estratégica —como en la propaganda clásica—, es la imposibilidad práctica de distinguir lo verdadero en un mar de estímulos contradictorios. La posverdad, en este sentido, no designa una mentira consciente, sino un entorno en el cual la verdad ha perdido su capacidad de organizar el mundo compartido. La estrategia ya no es suprimir la verdad, sino ahogarla en un torrente incesante de ruido. En el espacio digital, todo compite con todo: el dato científico con la conjetura intuitiva, la evidencia con la indignación. El resultado es una suerte de anarquía epistémica donde el juicio se disuelve y la opinión se absolutiza.
La posverdad, entendida desde Han, no es una anécdota, es una estructura. No alude a un gobierno específico, sino a una forma de dominación que se asienta en la disponibilidad total de información, en su instantaneidad y en su carácter descontextualizado. La verdad, que antes requería tiempo, verificación y deliberación, es ahora superada por el imperativo de la inmediatez. En este nuevo régimen, lo que triunfa es el «dato rápido», el fragmento emocional, la microverdad afectiva. La verdad ya no es una tarea compartida, sino una mercancía de consumo personalizado. Y en la medida en que esto se institucionaliza, el sistema democrático pierde no solo eficacia, sino sentido.
Recuperar la verdad no significa imponer un relato único, sino reconstruir las condiciones que permiten su búsqueda. Han no propone regresar a un modelo de verdad absoluta, sino recuperar el valor de la crítica, de la diferencia, del pensamiento lento. En un mundo donde todo se mide por la viralidad, la apuesta por la verdad exige resistencia: resistir al impulso, al algoritmo, al confort del prejuicio confirmado. En países como Colombia, esta resistencia debe comenzar por la educación crítica, por la defensa de medios comprometidos con la verificación y por una ciudadanía capaz de discernir. No se trata de negar la emoción, se trata de subordinarla a la razón. De construir una esfera pública donde la verdad, aunque fragmentaria y debatida, conserve su lugar como principio orientador —respetando límites epistémicos—. Porque sin verdad no hay libertad; y sin libertad, la política se reduce a un juego de sombras sin sustancia.
Han, B. C. (2022). Infocracia: La digitalización y la crisis de la democracia. Taurus.
Ibidem.
Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península.