A inicios del mes de mayo, recorrí el Museo Nacional y me detuve ante una litografía fechada en 1899: «Campaña del Norte». En ella, un grupo de jinetes conservadores persigue a ciervos con rostro humano: caricaturas de los líderes liberales del momento. La imagen, producida en el marco de la Guerra de los Mil Días, está cargada de simbolismo político. No representa un debate entre visiones opuestas del país, sino una escena de persecución, donde el otro ha sido despojado de legitimidad y reducido a presa.
No pensé en esa imagen como un espejo del presente pero, debo reconocer, sí como una advertencia. Me obligó a observar con más atención los signos del conflicto simbólico en nuestra política actual. La escena no es la misma, pero algo de su lógica reaparece: una forma de entender la política como campo de anulación mutua, donde el adversario se transforma en enemigo y el conflicto se intensifica como mecanismo de cohesión. En ese estado de ánimo empecé a interrogar un hecho que no deja de sorprender: el repunte de popularidad de Gustavo Petro en medio de múltiples y variadas crisis de gobernanza y gobernabilidad. El objetivo de este texto es examinar cómo esa recuperación no se produce a pesar de la confrontación institucional sino a través de ella. Y cómo, en ese proceso, se está reconfigurando la idea misma de legitimidad democrática.
La paradoja.
La paradoja colombiana de 2025 comprende una grieta institucional y política que, al menos para mí, amerita un estudio detenido. Tenemos un presidente rodeado de escándalos, sitiado por crisis institucionales, con reformas bloqueadas y un Congreso abiertamente hostil, pero que, contra todo pronóstico, está resistiendo políticamente y repuntando en aprobación. Gustavo Petro, como figura política, se ha convertido en el eje de una intensificación —que llamaré— «afectiva» de la política, capaz de erosionar la confianza en las instituciones tradicionales mientras moviliza a su base con el lenguaje de la redención popular.
Este fenómeno podría parecer un residuo de su carisma personal — alguien reconocido por su notable y desdeñable arrogancia— o una mera consecuencia de la polarización. Sin embargo, desde la filosofía política, se revela una arquitectura más compleja: lo que está en juego es una reconfiguración de la legitimidad, una disputa simbólica por el lugar de la soberanía y un discurso que moviliza afectos, antagonismos y deseos en nombre del pueblo. Para entender por qué Petro repunta incluso cuando su gobierno tambalea, es preciso interrogar el tipo de relación que establece con la ciudadanía, el modo en que invoca y dice representar al pueblo y cómo su discurso articula una legitimidad alternativa al poder institucional.
El populismo, antes que una ideología, es una lógica política de construcción de identidades colectivas. Ernesto Laclau1 ha sostenido que el «pueblo» no preexiste al discurso que lo nombra: es una construcción que articula demandas insatisfechas mediante una cadena de equivalencias bajo un significante vacío.
¿Qué es un significante vacío? Es un término o símbolo que logra condensar una pluralidad de demandas sociales heterogéneas precisamente porque no tiene un significado fijo. Su ambigüedad lo convierte en punto de identificación para actores diversos, que proyectan en él sus frustraciones, esperanzas o identidades sin agotarlo.
En el caso colombiano, «el cambio» ha operado como ese significante vacío, condensando frustraciones históricas frente al sistema de salud, el orden laboral, la exclusión rural y el abandono estatal. Petro ha sabido posicionarse como el portador de esa cadena de demandas, atribuyéndose la tarea casi mesiánica de restaurar una soberanía popular traicionada por las élites políticas. No es casual que su discurso insista en que «el Congreso bloquea al pueblo», que «las instituciones le temen al cambio» o «Yo seguiré hasta donde el pueblo diga. Si el pueblo dice “más adelante”, más adelante iré». Se trata de una construcción del antagonismo que no busca tanto persuadir a la mayoría racional como interpelar emocionalmente a una colectividad en busca de reconocimiento.
Desde esta perspectiva, el repunte en la favorabilidad de Petro tras las derrotas en el legislativo y escándalos como el de la UNGRD, el de su hijo Nicolás, el de su hermano Juan Fernando, Armando Benedetti, Laura Sarabia o Ricardo Roa, no puede explicarse como un simple olvido o manipulación mediática —a través de su ejército de influencers—. Es, a mi juicio, el efecto de una hegemonía simbólica en construcción, donde el liderazgo se valida menos por la eficacia administrativa que por la capacidad de representar un conflicto estructural entre pueblo y oligarquía.
Chantal Mouffe2 desarrolló el concepto de «agonismo», señalando que la democracia no elimina el conflicto sino que lo canaliza como un enfrentamiento legítimo entre adversarios. Petro reconfigura ese agonismo como antagonismo: sus enemigos no son opositores ideológicos, son encarnaciones de un sistema excluyente. Al dramatizar la política como lucha entre la voluntad del pueblo y los «reyezuelos del Senado», como ocurrió en su gira por China tras la primera negación de la consulta, el Presidente no describe simplemente una disfunción institucional. Enmarca la legalidad como traba al cambio y se presenta a sí mismo como expresión viva de una soberanía anterior al orden constituido. (que él mismo representa).
Sé que es una idea compleja de entender. Sin embargo, procedo a explicarla detalladamente:
El antagonismo en el discurso.
Cuando digo que la popularidad de Petro no se explica por simple olvido o manipulación mediática, me refiero a que su liderazgo se sostiene sobre una forma particular de construir sentido político. No es tanto lo que hace o deja de hacer lo que le asegura apoyo, es la manera en que interpreta y comunica cada evento —incluso el más adverso— como parte de una historia más amplia, en la que él representa al pueblo en lucha contra un poder injusto.
Petro ha creado una narrativa en la que el conflicto político no es una dificultad pasajera: es una batalla permanente entre la voluntad popular y una élite que busca impedir el cambio. Esa narrativa no necesita que el gobierno tenga resultados espectaculares. Necesita que cada obstáculo sea leído como prueba de esa lucha. Cuando fracasan sus reformas o surgen escándalos, su respuesta es presentar esos hechos como ataques de un sistema corrupto que quiere frenar al único presidente que se atreve a cambiar las cosas.
Bajo esta idea, el fracaso institucional se convierte en prueba de autenticidad del conflicto. Cuando el Congreso archiva la reforma laboral —y la revive después— o niega la consulta, no se deslegitima al gobierno ante sus seguidores: se refuerza la percepción de que el sistema impide el cambio. Esta lógica convierte cada derrota en una victoria retórica. Petro no necesita gobernar con éxito para sostener su apoyo: le basta con seguir encarnando la resistencia.
Finalmente, conviene recordar que el populismo no representa por definición una patología de la democracia. El legado del «momento Petro» depende de su capacidad para traducir la movilización en transformación institucional. Si su discurso logra materializar reformas, ampliar derechos y fortalecer el Estado social de Derecho, podría consolidar una democracia más inclusiva y participativa. No obstante, todo indica que, como ocurrió en otros precedentes latinoamericanos, la intensidad retórica no se está traduciendo en un «cambio». Su estilo de liderazgo está dejando como resultado una institucionalidad más fragmentada, una ciudadanía más desconfiada y un sistema más expuesto al cinismo y al autoritarismo.
Laclau, E. (2005). La razón populista. Visible aquí: https://docs.enriquedussel.com/txt/Textos_200_Obras/Aime_zapatistas/Razon_populista-Ernesto_Laclau.pdf
Mouffe, C. (1999). Deliberative democracy or agonistic pluralism?. Social research, 745-758. Como se cita en Laclau, E. (2005). La razón populista.
Bravo! Respecto a la intensificación "afectiva", podría proponer una aproximación desde el lente Spinoza en las llamadas "emociones tristes", entendidas como aquellas que disminuyen la potencia de obrar del ser humano ¿No es acaso un Colombia un país disminuído por esa tormenta de emociones que sabemos sentimos pero no podemos explicar con claridad de dónde salen? Recomienda una lectura que resuena con lo que propones: El país de las emociones tristes de García Villegas.