El día en que la democracia dejó de existir
La desaparición del sujeto político: cómo la política automatizada está redefiniendo la democracia y la acción pública.
La política contemporánea ya no se limita a manipular la percepción pública sobre líderes, partidos o causas, como sucedía en los regímenes autoritarios del siglo XX. En lugar de ello, la inteligencia artificial genera directamente líderes, discursos y escenarios políticos, configurando una forma de automatización de la representación política. Esta transformación no constituye únicamente una intensificación de la estetización de la política, como Walter Benjamin advirtió en los años treinta, sino el surgimiento de un régimen completamente nuevo. En este régimen, la política se despoja de los sujetos humanos y la deliberación es reemplazada por un flujo algorítmico de imágenes y narrativas que generan una falsa apariencia de verdad.
De la estetización a la automatización: la desaparición del sujeto político
En «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica»1 (1935), Walter Benjamin expuso la relación entre técnica, arte y política en términos de una transformación de la sensibilidad popular. La pérdida del «aura» —la autenticidad irrepetible de la obra de arte— abrió la posibilidad de politizar el arte, ya que la política se transformaba en un espectáculo visual, en el cual los actos políticos y los líderes eran presentados y consumidos como si fueran una obra de arte o un espectáculo. Sin embargo, el fascismo explotó esta mutación en sentido inverso: estetizó la política, transformando a las masas en imágenes de sí mismas, en un espectáculo donde la participación emocional reemplazaba a la deliberación y al ejercicio del poder democrático.
Benjamin no concebía esta estetización como la abolición de los sujetos políticos: las masas, aunque manipuladas, seguían existiendo; eran convocadas, organizadas y movilizadas. El acontecimiento político continuaba ocurriendo, aunque bajo formas deformadas y estéticamente controladas —es decir, cuidadosamente diseñadas para provocar reacciones emocionales—. El peligro, para Benjamin, radicaba en que la estetización pudiera retardar la transformación social, ocultando la miseria real de las masas bajo un velo de representación triunfalista que desvirtuaba las posibilidades de cambio genuino
Hoy, sin embargo, la técnica ha cruzado un umbral que Benjamin apenas podía entrever. Ya no se trata de reproducir imágenes políticas preexistentes. Se trata de generar actores, discursos, crisis, consensos de manera algorítmica. Un deepfake no reinterpreta un acontecimiento político: puede crearlo de la nada. Un bot no propaga opiniones: las construye de forma autónoma, adaptándose dinámicamente a las respuestas de los usuarios.
La diferencia es, entonces, ontológica —como quiera que afecta a la esencia misma de lo que constituye una imagen o un acontecimiento—. La reproducción todavía presupone un original. La generación automática disuelve la noción de originalidad misma. No hay acontecimiento detrás de la imagen generada: la imagen es el acontecimiento. Esta sustitución marca una mutación radical en la relación entre técnica y política.
Hannah Arendt —múltiples veces citada en estas entradas de Substack— subrayó que la política surge allí donde los hombres aparecen unos ante otros en el espacio público, mediante la palabra y la acción. La política está inseparablemente vinculada al acto de revelarse como un «quién» irreductible, es decir, surge cuando un individuo se muestra como una entidad única que comparte su existencia con los demás.
La automatización de la representación política destruye esta condición: ya no hay aparición de sujetos. Hay producción de perfiles. El ciudadano no actúa: interactúa. No habla: responde a estímulos. No delibera: navega —quizá por X, Instagram o Facebook—.
La esfera pública se desmaterializa en flujos de datos, donde la atención se gestiona, no se disputa. Entonces, la democracia se convierte en una danza invisible de comportamientos previsibles.
Arendt también defendió la centralidad de la verdad desde los hechos (verdad factual) para la política: la existencia de hechos compartidos que limitan la arbitrariedad de la opinión. Sin verdad factual, advertía, la política degenera en pura fabricación de narrativas.
«Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. “La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica»2.
El régimen actual no niega frontalmente la verdad: la disuelve en la falsa apariencia de verdad algorítmicamente optimizada para el consumo emocional. Un deepfake3 no convence racionalmente: activa impulsos emocionales latentes, confirma prejuicios, estimula afectos inmediatos. No importa su correspondencia con los hechos: importa su capacidad de inserción fluida en la cadena de consumo digital. La verdad ya no es un criterio de validación política.
Después de todo lo dicho, el desafío contemporáneo no radica simplemente en detectar noticias falsas o en educar a los ciudadanos en el escepticismo. Radica en reconstruir condiciones de posibilidad para la aparición de sujetos políticos reales: espacios donde la palabra vuelva a tener peso, donde el conflicto no sea administrado algorítmicamente, donde la acción sea impredecible porque emana de voluntades libres y no de patrones de comportamiento guiados.
La pregunta, entonces, es más profunda: ¿Puede la democracia sobrevivir a una técnica que, en su eficiencia total, anula el acontecimiento de la libertad?
La estetización de la política, denunciada por Benjamin, era ya un peligro mortal. La automatización de la política es, tal vez, su consumación definitiva.
A modo de complementar este escrito, quisiera recomendar con ahínco el documental «The Great Hack» o «Nada es privado» disponible en Netflix para representar audiovisualmente lo aquí dicho.
Asimismo, la película polaca —también disponible en Netflix— «The Hater» con el ulterior propósito:
Benjamin, W. (1935). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ediciones Godot.
Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península.
Ramos-Zaga, Fernando. (2024). Deepfake: Análisis de sus implicancias tecnológicas y jurídicas en la era de la Inteligencia Artificial. Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia, 9(27), 359-387. Epub 14 de octubre de 2024.https://doi.org/10.32870/dgedj.v9i27.754