Vivimos inmersos en una época que celebra el rendimiento, la eficiencia y la productividad como virtudes cardinales. La figura dominante de nuestra era ya no es el trabajador disciplinado que acata órdenes, sino el sujeto emprendedor de sí mismo, que se explota en nombre de su libertad, de su creatividad y de su potencial. Esta semana tuve la oportunidad de conocer y devorar «La sociedad del cansancio» y —al menos, parcialmente— «Desarrollo y libertad». En cuanto al primero, Byung-Chul Han denuncia el tránsito desde una sociedad de la negatividad, estructurada en torno a la prohibición, el deber y la represión, hacia una sociedad de la positividad, marcada por el exceso de estímulo, la autoexigencia y el imperativo del «sí puedo». En esta nueva configuración, Han señala que el sujeto ya no se enfrenta a la alteridad que lo reprime, sino que se convierte en su propio explotador: la libertad se pervierte en coacción, el deseo se torna mandato y la salud mental colapsa ante la lógica de la hiperactividad permanente. Lo paradójico es que este régimen se sostiene no por la imposición violenta, sino por el consentimiento voluntario del individuo, quien internaliza la exigencia de producir, de rendir, de mostrarse constantemente activo, visible y eficiente. La ausencia de negación, entendida como el espacio necesario para la contemplación, la pausa y el cuestionamiento, conduce a una patología sistémica: el cansancio crónico, la ansiedad y la depresión —que, para Han, no son disfunciones del sistema, sino sus consecuencias lógicas—.
No obstante, este análisis, al menos para mí, adquiere matices cuando se traslada a contextos como el colombiano, donde la estructura socioeconómica no garantiza las condiciones mínimas para que ese mandato de «rendimiento» pueda traducirse en progreso real. Aquí es donde «Desarrollo y libertad», ofrece un contrapeso. Para Amartya Sen —su autor—, el desarrollo se trata de la expansión concreta de las libertades sustantivas que permiten a las personas vivir la vida que tienen con razones para valorar. Estas libertades se expresan en la posibilidad de acceder a educación, salud, alimentación adecuada, seguridad, participación política y protección institucional. En este sentido, el desarrollo es inseparable de la justicia social —al menos en su sentido Ralwsiano—: no basta con que los individuos tengan formalmente libertad para emprender, innovar o competir si carecen de las capacidades reales para ejercer esas libertades. En ese sentido, Sen desarrolla la metáfora de la «capacidad» bajo la idea de que no se trata de lo que el individuo «tiene», sino de lo que efectivamente «puede hacer y ser» en su contexto. Así, una sociedad puede exhibir indicadores económicos en apariencia saludables, y al mismo tiempo negar a millones de personas el acceso a una vida mínimamente digna.
Es en este contexto en el que considero que existe una intersección interesante entre Han y Sen que revela una tensión: la retórica de la hiperproductividad, al instalarse en una sociedad marcada por la desigualdad estructural, como la colombiana, no produce más que una ilusión de progreso. Colombia exhibe desde hace décadas una fuerte adhesión al modelo del rendimiento: el discurso del emprendimiento individual, la flexibilización laboral, la glorificación del «hombre que se hace a sí mismo» y la culpabilización del fracaso personal están profundamente naturalizados —hoy, mayormente bajo las presiones de la «vida de éxito» reproducidas extenuantemente en redes sociales—. Sin embargo, esta ética del rendimiento convive con una precariedad generalizada: en el país persiste un desigual acceso a servicios básicos, una fragmentación del sistema educativo y de salud, y la persistente inseguridad en amplios territorios del país. Lo anterior, impide que la libertad formal de «poder hacer más» se traduzca en una vida mejor. Aquí, la lógica del rendimiento se convierte en un simulacro: se exige productividad incluso cuando no se proveen las condiciones mínimas para que esa productividad tenga sentido o valor. El sujeto colombiano, atrapado entre la autoexigencia y la precariedad institucional, no solo se agota física y mentalmente, sino que es víctima de una doble violencia: la de la pobreza estructural y la de la autoexplotación simbólica. Esta es la paradoja contemporánea: se impone una lógica del rendimiento sin haber resuelto el problema de los mínimos vitales.
Aquí es donde la «ausencia de negación» que Han diagnostica como enfermedad de nuestra época adquiere una dimensión política. La negación no es solo la posibilidad de decir «no» al exceso de positividad, sino también el acto de rechazar estructuras que disfrazan la opresión bajo el manto del mérito. Reintroducir la negatividad en el discurso público colombiano implicaría reconocer que no todo lo que se presenta como libertad lo es; que no toda productividad es deseable; y que el derecho al descanso, a la lentitud, a la vida contemplativa, también son expresiones de libertad. El desarrollo humano, en la clave de Sen, exige estructuras institucionales sólidas, políticas públicas orientadas a la equidad, y un horizonte ético que supere el culto al rendimiento para volver a poner en el centro la dignidad humana. Colombia, en tanto sociedad marcada por profundas brechas, no puede permitirse seguir exportando un discurso de hiperproductividad vacío, mientras ignora las condiciones materiales necesarias para que esa productividad sea liberadora y no agotadora.