Del verbo al vacío: anatomía de una democracia rota
«Donde se queman libros, se acaba quemando personas».
Heinrich Heine,1817.
El silencio como advertencia
El sonido seco de los disparos que intentaron acabar con la vida de Miguel Uribe, senador y precandidato a la Presidencia de la República, resuena más allá de un eco aislado de violencia. Es la señal de una fisura más profunda: la incapacidad progresiva de la democracia para sostenerse en la palabra, en el disenso y en la legitimidad del adversario. El atentado afecta a una persona y una carrera política, pero también compromete la posibilidad misma de que las diferencias se tramiten dentro del marco simbólico de la deliberación. En un país donde la confrontación política ha sido históricamente manchada por la sangre, lo realmente grave es que ya ni siquiera nos sorprenda. El silencio que sigue al estruendo —un silencio incómodo, ambiguo, lleno de evasivas— parece deberse menos a la conmoción que a una sociedad anestesiada, incapaz de movilizarse frente a la barbarie.
Lo ocurrido con Miguel Uribe no corresponde a un accidente aislado ni a un episodio menor. Es un síntoma. Una manifestación brutal de un proceso más largo, más sutil y más corrosivo: la erosión del espacio deliberativo como vía para tramitar los conflictos en democracia. No estamos simplemente ante un repunte de la violencia política, sino frente al colapso de los lenguajes comunes que hacen posible contener el conflicto antes de que se vuelva guerra. Si la política es, como enseñó Arendt, el arte de convivir entre los diferentes a través de la palabra, el atentado marca el momento en que la palabra ha perdido fuerza para contener el odio, canalizarlo o sublimarlo. Cuando el contradictor deja de ser interlocutor y pasa a ser enemigo, y cuando ese enemigo puede —sin escándalo colectivo— convertirse en blanco de un intento de asesinato, ya no estamos ante un ejercicio político: asistimos a su descomposición.
La tesis que orienta este escrito es clara: el atentado contra Miguel Uribe revela con crudeza la profundidad de la crisis deliberativa que atraviesa a la democracia colombiana. Esta crisis desborda los contornos del Congreso, los partidos o el gobierno de turno. Se adentra en el tejido simbólico de nuestra vida pública y corroe la legitimidad del lenguaje como instrumento de mediación. A partir de este caso concreto, el texto busca interpretar la dimensión política de este colapso: cómo llegamos hasta aquí, cuáles son las condiciones que lo hicieron posible, y qué implicaciones tiene para el futuro de la convivencia democrática. Más que un ejercicio de denuncia o victimismo, este ensayo intenta pensar, con la gravedad que merece, qué ocurre cuando la política deja de ser conversación y se convierte en campo de batalla.
El atentado como signo de época
Lo que ocurrió el 7 de junio de 2025 en la ciudad de Bogotá no fue simplemente un intento de homicidio contra un senador y precandidato presidencial. Fue la inscripción de la violencia en el núcleo mismo de la representación política. Miguel Uribe, joven dirigente de derecha, había construido su carrera desde la palabra: en tribunas, debates, redes sociales. Su figura encarna —nos guste o no su ideología— un tipo de liderazgo que apuesta por el uso público de la razón como forma de interpelación política. El atentado contra él, entonces, trasciende lo personal: representa el grado de vulnerabilidad al que ha llegado el vínculo democrático, al punto de que ni siquiera el uso institucional del lenguaje ofrece ya protección frente al odio.
Este hecho no ocurre en un contexto neutro. La degradación del lenguaje no puede atribuirse únicamente al anonimato digital. Es también reflejo del ejemplo que dan quienes ocupan los más altos cargos institucionales. Cuando el adversario es tratado públicamente como parásito, criminal, «nazi» o traidor; cuando el Presidente de la República equipara a la oposición con mafias terratenientes o enemigos históricos del pueblo, se instala una narrativa peligrosa: la que niega legitimidad a determinados actores políticos. En ese clima, el paso de la deslegitimación simbólica a la eliminación física no aparece como un salto, sino como una consecuencia previsible.
Más allá del determinador o actor intelectual del atentado —cuya identidad y motivación deberán esclarecerse— hay responsabilidad en una colectividad que ha tolerado el vaciamiento progresivo de la deliberación, el reemplazo del argumento por la consigna y el desplazamiento del disenso legítimo por la exclusión moral. El lenguaje político ha sido sometido a tal inflación retórica que ha perdido poder explicativo. Palabras como «fascismo», «traición», «terrorismo» o «pueblo» se usan con tal frecuencia y desprecio por la precisión, que en lugar de producir comprensión generan polarización. En ese escenario, la violencia deja de ser impensable y empieza a parecer inevitable: se convierte en la forma terminal de una política que ha perdido su gramática.
El atentado interpela también a la ciudadanía. A su reacción, a su capacidad —o falta de ella— para rechazar el odio, para desactivar su circulación en redes, para romper las lógicas binaristas que convierten todo desacuerdo en traición. El problema no se limita al discurso de los líderes. Incluye también aquello que el público está dispuesto a compartir, replicar y legitimar. En ese sentido, el atentado revela algo más que un síntoma de época: expone que hemos dejado de practicar —y quizás de desear— la deliberación democrática.
El papel del discurso público y su degradación
La reacción presidencial al atentado contra Miguel Uribe representó una herida adicional a la ya golpeada deliberación democrática. En lugar de un mensaje claro de condena institucional, el presidente Gustavo Petro publicó un texto críptico, sentimentalista y cargado de referencias simbólicas desvinculadas del hecho concreto. La mención del origen «árabe» del senador, el recuerdo de una madre asesinada y la alusión al «corazón del mundo» parecían más bien los fragmentos dispersos de un poema oscuro que la respuesta de un jefe de Estado ante un atentado político. Se trató de un mensaje emocionalmente ambiguo que eludió la responsabilidad simbólica e institucional de quien debe ofrecer claridad y consuelo en momentos de quiebre democrático.
Este tipo de comunicación no es casual. Es parte de un estilo deliberadamente enigmático, donde la retórica sustituye a la argumentación y la ambigüedad opera como escudo frente al deber de nombrar con precisión. En contextos marcados por la violencia política, los discursos oficiales no pueden entregarse al exceso metafórico. Requieren llamar las cosas por su nombre, señalar, calificar y asumir compromisos inequívocos. Lo que el presidente evitó decir resultó más elocuente que lo expresado: omitió nombrar el extremismo ideológico como trasfondo, evitó reafirmar la legitimidad de la oposición democrática y no sostuvo el principio elemental de que ningún proyecto político puede justificarse mediante la violencia contra el adversario.
La palabra presidencial debería ser un acto de contención simbólica. Quien habla desde la investidura presidencial deja de ser un ciudadano más para convertirse en la voz del Estado. Esa voz está llamada a ordenar el sentido, a fijar límites, a señalar lo inaceptable. Pero en Colombia, el lenguaje presidencial se ha transformado en una fuente de ambigüedad, desorden e inflamación simbólica. Metáforas desbordadas, ataques reiterados contra sectores políticos, económicos y mediáticos, y una narrativa que opone un pueblo puro a unas élites traidoras han contribuido a deteriorar el ambiente deliberativo. Lo que emerge es una atmósfera densa de sospecha, simplificación moral y predisposición al conflicto.
Este deterioro del lenguaje público no es exclusivo del presidente. Refleja una dinámica más amplia, donde actores de todo el espectro político han optado por abandonar la complejidad argumentativa en favor de la eficacia emocional del insulto, la ironía cruel o el slogan fácil. Pero en quienes detentan el poder, la renuncia al lenguaje deliberativo tiene efectos más graves. Gobernar a partir de un repertorio épico-emocional implica asumir sus consecuencias políticas. En tiempos de estabilidad, puede dividir. En tiempos de crispación, puede alimentar el odio o justificar la violencia.
El resultado de esta deriva es alarmante. El lenguaje político ya no actúa como canal del conflicto, sino como su amplificador. Ya no crea un terreno común para la discusión, sino que cavar trincheras desde las cuales se ataca. Así, el discurso público deja de ser una herramienta de legitimación democrática y se convierte en un dispositivo activo de ruptura del vínculo deliberativo.
Consecuencias de la ruptura deliberativa
Cuando la palabra pierde su función mediadora, la política deja de ser una práctica de persuasión y se convierte en un juego de fuerzas. Esto no ocurre de un día para otro, sino como resultado de una erosión paulatina: primero se relativiza la necesidad de escuchar al otro, luego se caricaturiza su posición, después se niega su legitimidad, y finalmente se tolera —o incluso se justifica— la agresión. La ruptura deliberativa no es sólo un deterioro simbólico; tiene consecuencias materiales, institucionales y culturales. Y en Colombia, ese deterioro ya ha cruzado umbrales que deberían alarmarnos profundamente.
Una de las consecuencias más graves es la normalización de la violencia política como forma de expresión o de sanción. Si el debate ya no se percibe como útil o posible, entonces el acto violento se presenta —implícita o explícitamente— como una forma de corrección. Esto no requiere grandes conspiraciones ni organizaciones criminales articuladas: basta con que el clima emocional permita que un individuo se sienta moralmente autorizado a eliminar al «enemigo» de turno. La democracia se debilita cuando sus ciudadanos dejan de creer en la eficacia del argumento y se convencen de que algunas ideas deben ser silenciadas y algunos portadores de esas ideas, neutralizados.
Otra consecuencia es la crisis de confianza en las instituciones representativas. Cuando la deliberación se degrada, los espacios diseñados para sostenerla —como el Congreso, las Asambleas o los Concejos— se vacían de contenido. Lo que ocurre entonces es una radicalización externa a las instituciones, donde el debate no se da en el hemiciclo sino en la calle, en las redes sociales, en las agresiones verbales o físicas. Los partidos pierden su función articuladora y la opinión pública se fragmenta en burbujas ideológicas cada vez más impermeables. Se genera así una lógica de movilización emocional permanente, donde no se buscan consensos sino enemigos y donde el lenguaje político se reduce a consignas binarias.
En el largo plazo, esta ruptura afecta también a las nuevas generaciones. ¿Qué aprenden los jóvenes al ver que la política se ejerce desde la furia, el desprecio o la amenaza? ¿Qué mensaje reciben quienes quisieran participar en la vida pública pero observan que hacerlo implica exponerse no al debate, sino al linchamiento? Se instala una pedagogía del cinismo: la idea de que la deliberación es una fachada, una pérdida de tiempo, un juego para ingenuos. Y cuando eso ocurre, la democracia ya no se erosiona sólo por fuera, sino desde dentro, por la renuncia íntima de sus propios actores a creer en ella como horizonte posible.
Finalmente, esta crisis tiene una dimensión afectiva: destruye la posibilidad de empatía política. Cuando el adversario es demonizado, sus emociones, sus temores, sus razones ya no importan. La deliberación se convierte entonces en un simulacro, o en una trampa. En ese contexto, incluso los intentos sinceros de diálogo son percibidos como debilidad, como traición o como oportunismo. Se impone una subjetividad política endurecida, incapaz de reconocer en el otro a un interlocutor legítimo. Y en ese punto, lo que está en juego ya no es sólo el futuro de una democracia, sino el tipo de humanidad política que estamos dispuestos a ser.
Recuperar la palabra para salvar la política
En la política, como en la vida, no todas las heridas se ven. El atentado contra Miguel Uribe dejó una marca física en un cuerpo, pero también abrió una grieta invisible —y quizás más profunda— en el cuerpo político: la del quiebre deliberativo. Porque lo que está en juego no es sólo la seguridad de un senador o el equilibrio de fuerzas en una contienda electoral; es la posibilidad misma de que la política siga siendo el arte de la palabra y no el de la destrucción. Cuando el pacto de deliberar se rompe, no quedan normas compartidas, ni márgenes para el error, ni lenguaje común. Sólo queda la fuerza bruta, el miedo y el silencio.
Frente a ello, no basta con la indignación momentánea ni con la condena moral. Es necesario un acto de responsabilidad colectiva: reconstruir el valor político de la palabra, no como adorno retórico, sino como cimiento del orden democrático. Eso implica revisar las formas del discurso público, desde la Presidencia hasta los foros ciudadanos. Significa exigir claridad, precisión, respeto por el disenso, y sobre todo, la negativa radical a aceptar la violencia —verbal o física— como método político. No se trata de moderación pusilánime, sino de firmeza ética: la defensa de una política que pueda vivir en la diferencia, sin convertirla en guerra.
Esta reconstrucción pasa también por la educación. No hay democracia posible sin una ciudadanía que sepa deliberar, disentir, argumentar. Recuperar la deliberación exige enseñar a escuchar, a pensar con otros, a aceptar la incomodidad del desacuerdo como parte del proceso político. Pero también exige una pedagogía institucional: los partidos, los medios, las universidades, las redes sociales, deben volver a funcionar como espacios de cultivo democrático, no como arenas de insulto o propaganda.
Por último, es necesario un acto de valentía emocional: volver a creer en el otro como interlocutor, incluso cuando nos contradiga, incluso cuando nos incomode. La deliberación no exige unanimidad, pero sí una convicción básica: que el otro tiene derecho a hablar, a estar, a disentir. Esa es la línea que no podemos permitirnos cruzar. Esa es la línea que el atentado a Miguel Uribe amenaza con borrar, y que debemos reafirmar con más fuerza que nunca.
No basta con pedir justicia por el atentado. Es necesario interrogarse por las condiciones que lo volvieron posible, y por las que podrían volverlo repetible. La política no puede seguir avanzando por un camino en el que cada desacuerdo se transforme en anatema, y cada diferencia en blanco legítimo de destrucción. Si algo nos deja este episodio, es la certeza de que cuando calla la palabra, comienza el reino del miedo. Y en ese reino, la democracia muere en silencio.
Adenda.
Este ensayo partió de un hecho concreto —el atentado contra Miguel Uribe— para reflexionar sobre una crisis más amplia: la degradación del lenguaje político como vehículo de la democracia. Sin embargo, al poner el foco en este caso puntual, podría dar la impresión de que la ruptura deliberativa es un fenómeno unidireccional, atribuible únicamente a un sector o a una figura. Esa no ha sido la intención.
Sería intelectualmente deshonesto —y políticamente miope— ignorar el proceso mediante el cual buena parte de la derecha ha reducido a la izquierda a un enemigo existencial: guerrilleros, terroristas, populistas, resentidos. Esa narrativa también ha vaciado la posibilidad de un disenso legítimo, y ha contribuido a justificar exclusiones, estigmas y violencias.
El problema, entonces, no radica en identificar un bando culpable, sino en advertir que el lenguaje político se ha convertido en un campo minado en todos los frentes. Y cuando todos participamos, en mayor o menor medida, en esa lógica de anulación, el resultado es un paisaje roto donde las fronteras entre víctimas y victimarios se desdibujan. El adversario deja de ser interlocutor y se vuelve amenaza. La palabra, en lugar de tender puentes, se transforma en proyectil.
Reconocer esto no diluye responsabilidades: las agrava. Nos exige pensar más allá de las afinidades políticas, y preguntarnos si estamos dispuestos a sostener una democracia en la que quepan quienes no piensan como nosotros. Si el ensayo omite algunas de estas complejidades, esta adenda busca restituirlas. Porque la crisis del lenguaje no es de unos contra otros, sino de todos con todos. Y quizás el primer paso para recomponer el pacto deliberativo sea dejar de hablar para vencer y empezar a hablar para comprender.